Sus ojos advertían la amenaza, pero su corazón deseaba huir de toda quietud. Más no pudo ya alejarse y correr, pues el olor a carne lo aturdía.
La madera crujía, y comprendía ésta el obstáculo mayor. Sin embargo, el lobo, cuyos peludos harapos se revestían ahora de humo, se adentró a los fríos rincones de la cabaña.
Entre las llamas, dió con su recompensa. Censuró todo acto premonitorio, y arrastró los remanentes del sacro mamífero más allá de la entrada, de cara a la nieve derretida. Bebió y se nutrió por igual de él, sin reparar en el agrio sabor de la carne.
Habíase saciado la criatura, cuando supo ver que se hallaba acorralado. El fuego, antiguo cómplice de sus impulsos, pretendía delegar su destino más allá de las penumbras.
Fue así que el lobo se dejó engullir por las llamas, y su pelaje no perduró. Tampoco sus garras, ni sus tendones ni articulaciones. Ni dientes, ni energía que los comandase.
Pero hubo algo que subsistió al asedio: su ojo derecho. Atormentado, trasladaba su visión a la ignea substancia, buscando reencontrar su pelaje, sus garras, sus tendones, articulaciones, dientes y la energía que todo aquello comandaba. Y nada encontró.
Pero fue allí, que vislumbró la posibilidad de mirar hacia arriba y no hacía alrededor. El lobo supo entonces que, en todo ese tiempo, la luna había sido embestida por el sol, y no pudo más que contemplar al astro rey que ahora retomaba su trono en las esferas.
El fuego, respetuoso, se abstuvo de evaporar las lágrimas que del ojo habían comenzado a brotar, y se marchó. El ojo, por su parte, nadaba en la nieve ahora derretida, y pronto se ahogó en sus aguas, no sin antes abrazar la invidencia.
Y cuando el silencio se adueñó de los árboles, otro lobo solitario se acercó. La sangre en la nieve lo había estado llamando.
FIN
M.T.