martes, 4 de diciembre de 2018

RELATOS: El Manuscrito de Khalid Ibn Hisham


El manuscrito original, de público acceso, puede ser consultado en el Museo Copto, en El Cairo, Egipto. No es mi labor explicar las deficientes razones que osan vincularlo junto a sus pares de origen gnóstico, hermético e incluso platónico (pues, a diferencia de éstos, pertenece al siglo VII, y su contenido, aunque religioso, consta de una biografía seglar). Mucho menos lo era para los miembros del clan al-Samman, quienes, en su búsqueda por fertilizantes de cultivo, dieron con el sacro jarrón de cerámica dentro de una cueva. Adjunto, a la brevedad, una digna traducción al español, efectuada por el licenciado Thomasson:

“…Las arenas mancillaban su eternidad, pues la grandeza de éstas lo alejaba de la muerte. Aún así, el silencio no cesaba en su intento por agobiar su alma atribulada. La soledad no parecía ser, en aquellas condiciones, digna del hombre indeciso.

Su vida era, hasta ese entonces, una continua sucesión de hechos contrastantes. Nacido Khalid Ibn Hisham, hijo de Amr Ibn Hisham, patriarca de la tribu qurayshi, vivió y se entregó a su ser. De su madre, conocimiento pobre tenía. Amr le había dicho que ella era una ghouleh, y mejor para él era no saber más.

Su demoníaca concepción le produjo sordera en el oído derecho. Representa, ésta, la evidencia mayor de la maldición; pero su padre, aun así, lo amó, acaso a su manera, apartándolo de sus hermanos mayores. En compensación, le dio su nombre, comida y lecho en el cual dormir.
Procuró enseñarle el sagrado arte de los mercaderes, más la temprana rebeldía de Khalid invalidó sus instrucciones. Resolvió Khalid, entonces, ser un pastor a las afueras de La Meca por dos inviernos; poco después, confeccionó alfombras y, brevemente, también fue artesano. Más nada de aquello perduró en él, pues cuanto más se inmiscuía en los rubros del mundo, más corrompido se percibía interiormente.

Optó, en última instancia, la vida del soldado. No había oficio más propicio ante su indecisión, ya que fue en este momento de su vida, en el que se obsesionó con los secretos de la muerte.

El fuego del profeta había comenzado a quemar las edades antiguas, y con ellas, los ídolos de Manat y Bahamut. Tal era su ardor, que ni los milagros concedidos acreditaban la voz del sirviente de Al Basir.   

Relatarán aún las lenguas del mañana como la luna fue dividida en dos -a pedido de los incrédulos, de entre los que se encontraba Amr- y su primera mitad se alzó sobre el monte Abu Kubais, mientras que la otra mitad apareció sobre el monte Quayqian. Tal milagro no logró silenciar a los espíritus disidentes.

Amr, al igual que sus pares en La Meca, veía la guerra como evento irrevocable. Y Khalid… ¡oh, valiente Khalid! ¡Cuán dispuesto estaba a ceder su vida en batalla, con tal de conocer lo que yace más allá del velo de la vida!

Aconteció que el heraldo de Allah se vio forzado a emigrar a Yathrib, rebautizada hoy bajo el nombre de Medina. Su estadía en La Meca se vio comprometida por el descontento de los qurayshi, quienes intentaron, por todos sus medios, terminar con su vida. Amr planeó sin éxito un altercado nocturno, el cual fracasó. Sin embargo, se murmura hoy en las arenas del desierto, que el sacro espíritu de Gabriel intercedió en defensa del profeta, y fue solo bajo su gracia que logró sobrevivir.

Tiempo después, Khalid, quien se entrenaba bajo las órdenes de su maestro Burhan Al-Zahir, recibió órdenes de escoltar la caravana del mercader Abu Sufyan junto a otros mil hombres, la cual corría el riesgo de ser atacada. No las cuestionó, y accedió; como tampoco cuestionó las verdaderas razones de tal empresa. Su mente se obstruía, y no deseaba conocer, siquiera al hombre que hoy amenazaba su vida en una posible batalla. Ese hombre, quien clamaba ser ungido por la gloria del Altísimo, podría ofrendar las respuestas que él buscaba; pero su obstinación lo condujo al camino de la espada. Amr viajó a su lado, y ambos aguardaron en las dunas de Badr, junto a la caravana.

Poco recuerda Khalid de lo que sobrevino a su llegada, pues la sangre enjuaga la cordura de los hombres. Conflictos de intereses entre su padre y otros clanes como los Banu Adi, o los Banu Zuhrah, quienes lo apoyaban inicialmente, generaron una merma en sus filas, abandonándolos. Pronto, tanto su padre como él se vieron rodeados de un número reducido de soldados. Aun así, Amr, confiado de ganar y erradicar toda influencia mahometana, alzó su espada y la contienda comenzó.

Bien es sabido lo que pronto sucedió: Amr Ibn Hisham fue tomado prisionero y lo ejecutaron, y un gran número de sus guerreros cayó en batalla. Otros tantos, capturados, se redimieron convirtiéndose a la nueva fe, y abrazaron su libertad.

Khalid, sin embargo, había desaparecido. Su fortaleza corporal había sido probada con éxito, al tomar la vida de dos adversarios. Más el mero acto de asesinar lo desmoronó en lo espiritual. Huyó a la vista de todos sus compañeros, quienes intentaron detenerlo sin éxito.
Su agonía interior lo guio por las arenas del desierto, luego de largas horas escape. Exhausto, cayó y su piel se endureció. El viento mecía su larga y mugrosa cabellera, que no solo aunaba sangre y sudor, sino también deshonra y dolor. 
 
Entonces, un susurro espectral vociferó palabras imposibles. Khalid levantó su rostro hacia adelante, sin hallar respuesta. Oyó nuevamente la misma voz, y con sus pocas fuerzas se arrodilló. Era una mujer, quien se encontraba a su derecha. No había podido oírla con claridad, debido a su sordera parcial.

Era una mujer madura, de rostro luminoso. No llevaba ropa convencional, sino un extraño atuendo que Khalid no había visto jamás. Se trataba de una mujer calva, y algo oronda; con ojos oscuros como pezuña de caballo, y de baja estatura.

“Om Klim Kalika Yei Namaha” repetía, incansable, la mujer; mientras juntaba las manos con su frente. Entendió Khalid que ella buscaba sanarlo, acaso con rituales excéntricos. Creyó, incluso, oir su propio nombre en la extraña oración que ella repetía.

Pronto, cuando la mujer vio en él que, lentamente, recobraba sus fuerzas, le pidió mediante señas extrañas que la siguiera. Y la acompañó, curioso.

Parecía el desierto, a la vista del profano, un océano de arena infinita; pero la mujer se detuvo repentinamente en un punto aislado, y una vez sentada en el suelo, empezó a separar la arena de lo que parecía ser un gran cúmulo de rocas. Luego, separó éstas. Ambos se hallaron frente a una especie de cueva o caverna, imposible de percibir a primera vista.
La mujer ingresó con gran dificultad por sobre el hueco, e incitó a Khalid a hacer lo mismo, extendiendo su mano. Al ingresar, Khalid encontró lo que parecía ser un cómodo recinto, cubierto por una gran cantidad ordenada de papiros; un gran número de velas; estatuas, que nada parecían recordar a los ídolos que él tanto conocía; un cáliz repleto de cenizas; vasijas humildes, como las que él forjó años atrás; y el mismo símbolo, una y otra vez, sobre las paredes, y techo. Se trataba de un símbolo simple: un círculo y un punto en el medio.

Khalid, asombrado, apenas intentó preguntar por todo lo que los rodeaba. La mujer, lo acallaba drásticamente, llevándose el dedo a los labios. Luego, una vez resguardados en la sombra más profunda de la caverna, ella se sentó. Instó a su huésped a hacer lo mismo.

Una vela disipó la oscuridad, y ambos rostros se contemplaron. La mujer, de intenso mirar, pareció ahogarse en la esencia misma de Khalid. Sus ojos le ofrecían las respuestas que él buscaba. Alguna vez, un férreo devoto del mensajero de Al Jakim, dijo: “temo a los hombres que moran en las montañas, pues ellos reconocen al mundo en su desnudez”. Bien podría esta afirmación ser aplicada a aquel hombre maldito.

Khalid murió, o lo es que mejor decir, dejó de ser, pues supo entonces, en aquella cueva, que nunca había sido, en realidad. Que toda pregunta no era más que una respuesta oculta tras los velos de su piel. La gloria sea con él, que alguna vez fue Khalid…”

He de confiar en el trabajo de Thomasson, pues él es quien realmente entiende de hermenéutica y grafología antigua. Por mi parte, atino a contemplar las líneas aquí transcriptas por él, con el más sincero asombro y desconcierto. Su enigma prevalecerá en el corazón de cada hombre.


FIN

                                                                                                                                                         M.T.

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