El
manuscrito original, de público acceso, puede ser consultado en el Museo Copto,
en El Cairo, Egipto. No es mi labor explicar las deficientes razones que osan
vincularlo junto a sus pares de origen gnóstico, hermético e incluso platónico
(pues, a diferencia de éstos, pertenece al siglo VII, y su contenido, aunque
religioso, consta de una biografía seglar). Mucho menos lo era para los
miembros del clan al-Samman, quienes, en su búsqueda por fertilizantes de cultivo,
dieron con el sacro jarrón de cerámica dentro de una cueva. Adjunto, a la
brevedad, una digna traducción al español, efectuada por el licenciado
Thomasson:
“…Las arenas mancillaban su
eternidad, pues la grandeza de éstas lo alejaba de la muerte. Aún así, el
silencio no cesaba en su intento por agobiar su alma atribulada. La soledad no
parecía ser, en aquellas condiciones, digna del hombre indeciso.
Su
vida era, hasta ese entonces, una continua sucesión de hechos contrastantes.
Nacido Khalid Ibn Hisham, hijo de Amr Ibn Hisham, patriarca de la tribu
qurayshi, vivió y se entregó a su ser. De su madre, conocimiento pobre tenía.
Amr le había dicho que ella era una ghouleh, y mejor para él era no saber más.
Su
demoníaca concepción le produjo sordera en el oído derecho. Representa, ésta,
la evidencia mayor de la maldición; pero su padre, aun así, lo amó, acaso a su
manera, apartándolo de sus hermanos mayores. En compensación, le dio su nombre,
comida y lecho en el cual dormir.
Procuró
enseñarle el sagrado arte de los mercaderes, más la temprana rebeldía de Khalid
invalidó sus instrucciones. Resolvió Khalid, entonces, ser un pastor a las
afueras de La Meca por dos inviernos; poco después, confeccionó alfombras y,
brevemente, también fue artesano. Más nada de aquello perduró en él, pues
cuanto más se inmiscuía en los rubros del mundo, más corrompido se percibía
interiormente.
Optó,
en última instancia, la vida del soldado. No había oficio más propicio ante su
indecisión, ya que fue en este momento de su vida, en el que se obsesionó con
los secretos de la muerte.
El fuego del profeta había comenzado a quemar las edades antiguas, y con ellas, los ídolos de Manat y Bahamut. Tal era su ardor, que ni los milagros concedidos acreditaban la voz del sirviente de Al Basir.
Relatarán
aún las lenguas del mañana como la luna fue dividida en dos -a pedido de los
incrédulos, de entre los que se encontraba Amr- y su primera mitad se alzó
sobre el monte Abu Kubais, mientras que la otra mitad apareció sobre el monte
Quayqian. Tal milagro no logró silenciar a los espíritus disidentes.
Amr,
al igual que sus pares en La Meca, veía la guerra como evento irrevocable. Y
Khalid… ¡oh, valiente Khalid! ¡Cuán dispuesto estaba a ceder su vida en
batalla, con tal de conocer lo que yace más allá del velo de la vida!
Aconteció
que el heraldo de Allah se vio forzado a emigrar a Yathrib, rebautizada hoy
bajo el nombre de Medina. Su estadía en La Meca se vio comprometida por el
descontento de los qurayshi, quienes intentaron, por todos sus medios, terminar
con su vida. Amr planeó sin éxito un altercado nocturno, el cual fracasó. Sin
embargo, se murmura hoy en las arenas del desierto, que el sacro espíritu de
Gabriel intercedió en defensa del profeta, y fue solo bajo su gracia que logró
sobrevivir.
Tiempo
después, Khalid, quien se entrenaba bajo las órdenes de su maestro Burhan
Al-Zahir, recibió órdenes de escoltar la caravana del mercader Abu Sufyan junto
a otros mil hombres, la cual corría el riesgo de ser atacada. No las cuestionó,
y accedió; como tampoco cuestionó las verdaderas razones de tal empresa. Su
mente se obstruía, y no deseaba conocer, siquiera al hombre que hoy amenazaba
su vida en una posible batalla. Ese hombre, quien clamaba ser ungido por la
gloria del Altísimo, podría ofrendar las respuestas que él buscaba; pero su
obstinación lo condujo al camino de la espada. Amr viajó a su lado, y ambos
aguardaron en las dunas de Badr, junto a la caravana.
Poco recuerda Khalid de lo que
sobrevino a su llegada, pues la sangre enjuaga la cordura de los hombres.
Conflictos de intereses entre su padre y otros clanes como los Banu Adi, o los Banu Zuhrah, quienes lo apoyaban inicialmente, generaron una merma en sus filas,
abandonándolos. Pronto, tanto su padre como él se vieron rodeados de un número
reducido de soldados. Aun así, Amr, confiado de ganar y erradicar toda
influencia mahometana, alzó su espada y la contienda comenzó.
Bien
es sabido lo que pronto sucedió: Amr Ibn Hisham fue tomado prisionero y lo
ejecutaron, y un gran número de sus guerreros cayó en batalla. Otros tantos,
capturados, se redimieron convirtiéndose a la nueva fe, y abrazaron su
libertad.
Khalid,
sin embargo, había desaparecido. Su fortaleza corporal había sido probada con
éxito, al tomar la vida de dos adversarios. Más el mero acto de asesinar lo
desmoronó en lo espiritual. Huyó a la vista de todos sus compañeros, quienes
intentaron detenerlo sin éxito.
Su
agonía interior lo guio por las arenas del desierto, luego de largas horas
escape. Exhausto, cayó y su piel se endureció. El viento mecía su larga y
mugrosa cabellera, que no solo aunaba sangre y sudor, sino también deshonra y
dolor.
Entonces,
un susurro espectral vociferó palabras imposibles. Khalid levantó su rostro
hacia adelante, sin hallar respuesta. Oyó nuevamente la misma voz, y con sus
pocas fuerzas se arrodilló. Era una mujer, quien se encontraba a su derecha. No
había podido oírla con claridad, debido a su sordera parcial.
Era una mujer madura, de rostro
luminoso. No llevaba ropa convencional, sino un extraño atuendo que Khalid no
había visto jamás. Se trataba de una mujer calva, y algo oronda; con ojos
oscuros como pezuña de caballo, y de baja estatura.
“Om Klim Kalika Yei Namaha” repetía, incansable, la mujer; mientras
juntaba las manos con su frente. Entendió Khalid que ella buscaba sanarlo,
acaso con rituales excéntricos. Creyó, incluso, oir su propio nombre en la
extraña oración que ella repetía.
Pronto,
cuando la mujer vio en él que, lentamente, recobraba sus fuerzas, le pidió
mediante señas extrañas que la siguiera. Y la acompañó, curioso.
Parecía
el desierto, a la vista del profano, un océano de arena infinita; pero la mujer
se detuvo repentinamente en un punto aislado, y una vez sentada en el suelo,
empezó a separar la arena de lo que parecía ser un gran cúmulo de rocas. Luego,
separó éstas. Ambos se hallaron frente a una especie de cueva o caverna,
imposible de percibir a primera vista.
La
mujer ingresó con gran dificultad por sobre el hueco, e incitó a Khalid a hacer
lo mismo, extendiendo su mano. Al ingresar, Khalid encontró lo que parecía ser
un cómodo recinto, cubierto por una gran cantidad ordenada de papiros; un gran
número de velas; estatuas, que nada parecían recordar a los ídolos que él tanto
conocía; un cáliz repleto de cenizas; vasijas humildes, como las que él forjó
años atrás; y el mismo símbolo, una y otra vez, sobre las paredes, y techo. Se
trataba de un símbolo simple: un círculo y un punto en el medio.
Khalid,
asombrado, apenas intentó preguntar por todo lo que los rodeaba. La mujer, lo
acallaba drásticamente, llevándose el dedo a los labios. Luego, una vez
resguardados en la sombra más profunda de la caverna, ella se sentó. Instó a su
huésped a hacer lo mismo.
Una vela disipó la oscuridad, y
ambos rostros se contemplaron. La mujer, de intenso mirar, pareció ahogarse en
la esencia misma de Khalid. Sus ojos le ofrecían las respuestas que él buscaba.
Alguna vez, un férreo devoto del mensajero de Al Jakim, dijo: “temo a los
hombres que moran en las montañas, pues ellos reconocen al mundo en su
desnudez”. Bien podría esta afirmación ser aplicada a aquel hombre maldito.
Khalid
murió, o lo es que mejor decir, dejó de ser, pues supo entonces, en aquella
cueva, que nunca había sido, en realidad. Que toda pregunta no era más que una
respuesta oculta tras los velos de su piel. La gloria sea con él, que alguna
vez fue Khalid…”
He
de confiar en el trabajo de Thomasson, pues él es quien realmente entiende de
hermenéutica y grafología antigua. Por mi parte, atino a contemplar las líneas
aquí transcriptas por él, con el más sincero asombro y desconcierto. Su enigma
prevalecerá en el corazón de cada hombre.
FIN
M.T.
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