
Arrodillado, un sacrílego exhumaba al difunto. Acariciaba los restos con sus dedos, y el hedor corrompía su piel. Ocultó su rostro en las cenizas, y se entregó a la oración. Las ascuas crepitaron a su lado. Y la Luna, atenta, cerró los ojos. Todo había terminado, y aún el fuego ardía.
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