EL HOMBRE QUE AMABA EL VIENTO
El
titubeo espectral de una brisa que se va: aquel viejo anhelo corría por la
mente del dios. Cansado estaba de enjuiciar a los putrefactos cadáveres, quienes
clamaban salvación. Su tarea divina, devenida en burocracias cósmicas, se tornó
insoportable. No era el único; a su lado yacía el hambriento animal, cuya tarea
radicaba en devorar a los indignos, seres que le han fallado a la Ley Mayor.
La Bestia, desprovista de lucidez intelectual, entendía su labor como un ciclo infinito de apatías entremezcladas con la glotonería propia de su esencia. Carecía del conocimiento del dios, quien a su lado trabajaba. Pero el aburrido animal, sin nombre y sin devenir, no hacía preguntas. No podía hacerlas. El dios, por su condición divina, no podía escapar de ellas; y éstas eran su condena.
La Bestia, desprovista de lucidez intelectual, entendía su labor como un ciclo infinito de apatías entremezcladas con la glotonería propia de su esencia. Carecía del conocimiento del dios, quien a su lado trabajaba. Pero el aburrido animal, sin nombre y sin devenir, no hacía preguntas. No podía hacerlas. El dios, por su condición divina, no podía escapar de ellas; y éstas eran su condena.
Atormentado,
solía escapar de su prisión de oro. Para que su labor no quedara inconclusa, y
no vagara alma sin paraíso, siempre pergeñaba el mismo plan: dotaba momentáneamente de
inmortalidad a los seres de las bajas y altas esferas -incluídos los
hombres-, sin que todos ellos lo supiesen. Podía lograrlo sin inconvenientes… era una deidad al fin y al cabo, y conocía los secretos necesarios.
Pero el plan no concluía allí: moldeaba su cuerpo sin forma en un cuerpo sólido, rígido, de características humanas. Veía en estas criaturas un encanto superior, un encanto inexistente en todas las demás. Y su pasatiempo era perderse entre ellas, en sus tierras, sus caminos, sus pueblos, sus ríos y praderas, sus arenas y sus islas; le resultaba divertido. Por breves instantes, recordaba la vieja esencia de los mortales. Recordaba como él se había negado a sí mismo para volverse un dios, largos ciclos atrás. Como había negado a sus amigos, su familia, sus pasiones: todo cuanto él era y amaba; todo por una vana apoteosis. Pero había algo que él, quizá en silencio, guardaba para sí. El viento. El amor al viento.
Pero el plan no concluía allí: moldeaba su cuerpo sin forma en un cuerpo sólido, rígido, de características humanas. Veía en estas criaturas un encanto superior, un encanto inexistente en todas las demás. Y su pasatiempo era perderse entre ellas, en sus tierras, sus caminos, sus pueblos, sus ríos y praderas, sus arenas y sus islas; le resultaba divertido. Por breves instantes, recordaba la vieja esencia de los mortales. Recordaba como él se había negado a sí mismo para volverse un dios, largos ciclos atrás. Como había negado a sus amigos, su familia, sus pasiones: todo cuanto él era y amaba; todo por una vana apoteosis. Pero había algo que él, quizá en silencio, guardaba para sí. El viento. El amor al viento.
Cuando
era humano, era un hombre solitario. Nadie en su pueblo recordaba haberlo
visto, ya que rara vez él se mostraba. Ya de joven, y antes de que la noche
tragara al antiguo sol, se alejaba de sus pares y se iba a una colina cercana.
La colina brillaba, verdosa, incluso por las noches. Allí fue que deseó la
inmortalidad. Deseaba brillar como las hojas para siempre. Y entre jacarandás y
cipreses, solía descansar en los suelos.
El viento exhalaba su omnipresencia, y él se sentía completo.
Y
entonces ocurrió: un hombre, de carne robusta y cara añeja, intentó matarlo.
Nunca antes había sentido tal temor. La colina, símbolo de paz en una tierra
ensangrentada por las guerras, se vio profanada. El hombre, un tonto ladrón,
llevaba consigo una espada. Su hoja parecía poco afilada, y su empuñadura
carcomida por los años. El dios del futuro echó a correr, venciendo a su temor
interno; el hombre, por su parte, lo acechaba como jaguar a su presa.
Ambos
llegaron a la aldea, y como es lógico suponer, todos dormían. La noche misma
intimidaba. El dios, en su desesperación, encontró un barril de manzanas. Como
había logrado desorientar a su enemigo minutos atrás, vació el contenido del
barril y se escondió en él. Una táctica realmente pobre. Su enemigo, aún
ignorante de todo esto, divisó en su búsqueda algunas manzanas en el suelo,
veinte pasos alejado de la encrucijada donde yacía el barril, invisible a él.
Se acercó un tanto más, y encontró todos los frutos restantes junto al barril,
que ahora lograba vislumbrar completamente.
¡Ahí estas! –dijo el hombre, y rio bruscamente-
Y
mientras el dios tapaba su rostro con sus brazos, ante el inminente ataque de
la espada, su madre irrumpió en la escena, recibiendo en su lugar una herida
que cruzaba todo el esternón. El ladrón no comprendió lo ocurrido, y se largó, por temor a duras represalias.
El
dios, perturbado por lo acontecido, se acercó a su madre y, entre lágrimas, le
gritó:
¡¿Qué hacías aquí, mamá?! ¡¿qué estabas haciendo?! ¡¿Por qué?!
Todas las noches, yo te observo en la colina, por miedo a
que te suceda algo –dijo su madre, agonizante-. Vi todo, y corrí a defenderte,
y tardé en llegar porque soy vieja, muy vieja.
Y con
una triste sonrisa, su boca se llenó de sangre, y sus ojos se nublaron. Había
muerto.
Y fue
allí, durante el funeral, que corrió el viento más intenso que jamás padeció la aldea.
Aun así, el recuerdo de aquel profundo temporal no lograba abatirlo. Ya en su condición
de dios, veía en el viento el emblema de la vida; quizá el misterio mismo de la existencia. Vio
a su madre partir en el viento, y vio las hojas de los oscuros árboles danzar
junto a él. Muerte y vida, en ciclos indefinidos de singular perpetuidad.
Y
precisamente por ello solía tomar la forma humana, y vagar por los mundos.
Decíase a sí mismo que los hombres gozaban más de los vientos que las mismas aves, puesto
que para ellas, este medio era lo común, lo mundano...
Y
erró por los caminos, hasta que por las praderas de un olvidado continente del
Sur, volvió a cruzarse al ladrón, quien lo reconoció, acaso por su mirada. Sus
facciones no eran las mismas ya, se veía en él un hombre amargado, entregado.
Su pelo constaba de la fragilidad de las nieves, y la muerte lo acechaba al
andar. Y al verse entre sí, hubo resquemores. El viejo ladrón pensó en atacar,
pero el solo hecho de pensarlo hizo que el dios omnisciente, cuya esencia sangraba
por el dolor de lo pasado, le anulara la inmortalidad al ladrón y lo asesinara
en el acto.
Y el hombre cayó fulminado en los suelos, no
sin antes renacer con las pieles resquebrajadas, sus caderas achatadas y su
columna retorcida: frente al dios, se erguía la Bestia, su bestia, su viejo compañero, quien
a su sorpresa, carcajeaba frente a él. Supo entonces la divinidad que las venganzas
eran inútiles, y que había cometido un error. Comprendía abiertamente que el
crimen de asesinar por recelo era inadmisible a su condición de figura
sobrenatural. La Ley Mayor así lo indicaba.
Pronto,
y frente a un tribunal compuesto por la Bestia, una enigmática luz sin forma, y todas las almas que ya habían ganado su eternidad, el dios
dejó de ser dios, y junto a ello, perdió todas sus cualidades divinas. Fue condenado a vivir de nuevo
como mortal, perdiendo todos sus recuerdos. Y
se reencontró con su aldea, con su gente, con su madre...
Y
llegadas las altas horas de la noche, emprendió su solitario camino hacia la
colina, una vez más. Porque el hombre amaba el viento.
FIN
M.T.
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