LA TEÚRGIA DEL LEÓN, PARTE 1
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“Y él dijo:
A vosotros os es dado conocer los misterios del reino de Dios,pero
a los otros, por parábolas, para
que viendo no vean, y oyendo no entiendan.”
Lucas 8:10
Lucas 8:10
Puedo garantizar que en toda herejía
subyace una cierta cuota de honor. Erróneamente, los hombres conciben la
herejía como un ente demoníaco digno de temer. A raíz de esto, los años de
oscuridad, creo yo, impregnan el mundo: los más refinados artes de la retórica
no logran disolver plenamente las falsas concepciones filosóficas.
No siempre he sentido así; debo confesar que mi lealtad al emperador ha cambiado mi vida. Quizá él, ya en su divinidad, nunca lo sepa. No es mi prioridad abordar en estas líneas todo lo concerniente a los dominios políticos, puesto que ya no experimento por ellos el más leve interés. Sí convendré en ellos cuando sea indispensable.
La historia me acobijará bajo el nombre de Filóstrato de Alejandría. Mi padre, Andrónico, ostentaba el título de sakellarios en mi suelo natal, Alejandría, durante los años de dinastía frigia en Bizancio. Su buen cargo burocrático propició en mí una honorable infancia, y una excelsa educación. Él, hombre de boca ancha, apreciaba más que nadie el intercambio de ideas y debates sobre los temas más variados. Descreo absolutamente en mi capacidad por encontrar de entre los profanos, un hombre tan versado en cultura general.
Bajo las circunstancias actuales, no estoy en condiciones de asimilar un mundo donde sea indecoroso el analfabetismo. Es apreciable la abismal distinción que el saber genera en los hombres, al ser inspeccionados individualmente. Mi padre, docto en ciencias varias, no era uno más. Como tal, apostó no a mi futuro, sino a mi eterno presente. La curiosidad, decía él, es el fuego que engendra el mundo para vislumbrar su propia belleza.
Andrónico, al igual que sus pares, se encontraba obsesionado por los sabios griegos. De hecho, mi nombre se debe a Filóstrato el ateniense, quien sus obras sobre Apolonio de Tiana y los sofistas influyeron enormemente en él. Extraños lazos procrea el destino, pues debo confesar que con él, con Filóstrato, no nos une solo el nombre…
Mi padre, desde el primer instante, intentó plasmar sus ambiciones en mí. Quiso que yo sea lo que él alguna vez pudo ser. No renegaba de su posición, pero si de su ocupación. Es por ello que él me incentivaba a seguir el camino de los antiguos. Uno de esos caminos, era la Historia.
Oí hablar de Heródoto en mi juventud, un ser extrañamente olvidado estos días. A él debo mis conocimientos sobre culturas primigenias, como los persas. Mi padre, en su afán por bañarme en las extensiones de mi imaginación, solía relatarme profundos detalles pertenecientes a la última batalla de la primera guerra médica: la famosa batalla de Maratón. Extraño caso el de él, dado su inherente desprecio por las fuerzas armadas. Asumo yo que vislumbraba historias imposibles al leer los recuentos de remotas guerras del pasado; leyendas sin esencia real, quizá, que ocupaban un lugar privilegiado dado su valor dual: el entretenimiento y la cultura. Alguna vez, recuerdo, me habló de su admiración por el ingenio humano en situaciones de muerte inminente. Confieso que las contradicciones que brotan del odio y la pasión a todos nos abrazan. Él no estaba exento de aquello.
También escuché hablar de Plutarco. Sus oscuros relatos sobre Unneferth y Aset dieron de beber a mi sediento espíritu. A la vista de los hechos, no pude escapar. Procuré seguir aquel sendero.
Con ayuda de mi padre, me trasladé al corazón del imperio poco antes de cumplir los veinte años. En breve ingresé a la Universidad de Constantinopla, para estudiar allí historia. Fueron años emocionantes.
Varias amistades nacieron producto de mi sabia decisión; Siriano y Olimpiodoro, ambos hermanos provenientes de Tebas, son el mejor ejemplo. Digno es de aclaración que éste último nada tiene que ver con el viejo Olimpiodoro nacido en suelo egipcio algunos siglos atrás. Sospecho (pues sus labios nunca lo confirmaron) que se trataba de un caso análogo al mío con Filóstrato. Nuestros padres nos llamaron igual que a sus héroes, con la distinción de que yo no soy ateniense, y Olimpiodoro sí nació en el suelo de Tebas.
Allí, además, encontré hombres de profunda religiosidad, casi equiparable a la de seres como San Agustín o Juan Crisóstomo: teólogos anónimos que la historia jamás recordará, debido a su extrema humildad y piedad. También me vi forzado a ver la arrogancia de algunos estudiantes. Hijos de exarcas, turmarcas y logotetas generales que despreciaban abiertamente todo conocimiento entregado hacia ellos. ¡Cuánto desperdicio en mentes tan capaces!
Puedo cristalizar en mis ojos las horas en que casi termino a los golpes con un idiota (o al menos lo era para mí en aquel entonces) al que la historia referirá como Anfiloquio de Sinaí. Anfiloquio injurió a Alejandro Magno al declarar su absoluta incompetencia en realidades del Espíritu. Debo tristemente admitir que por aquellos días yo era un entusiasta de las artes bélicas. Heredé de mi padre sus extrañas contradicciones, con el agravante de que yo sí creía en el honor y el propósito en la batalla, y no la veía como un mero entretenimiento. Al oír las reprimendas de Anfiloquio, creí vulnerada la sangre defensora de nuestra cultura primordial, y arremetí contra él. Fui separado y duramente sancionado por un maestro que allí nos presenciaba.
Ya que nosotros vivíamos allí, se me prohibió durante una semana el ingreso al recinto que compartía con Siriano y Olimpiodoro por las noches (donde estudiábamos, comíamos y dormíamos). Además, no recibí mi ración nocturna de alimentos -la cual consistía en humildes legumbres, pan y un poco de vino-, con lo que me vi obligado a descansar en los jardines de la Universidad. Éstos eran realmente bellos, y mi estadía en ellos logró atenuar el hambre que yo sentí esa noche. Tuve suerte esa semana, ya que el clima primaveral poco repercutió en mi condición. Hoy no guardo rencor alguno a Anfiloquio: tenía razón. La guerra y todo lo que ésta conlleva solo embriaga a la sombra de los hombres.
Anfiloquio abandonó la Universidad al poco tiempo de aquel altercado. Me relataron que su estadía fue realmente corta. Lo último que oí hablar de él es que se volvió un hombre profundamente sabio y pereció frente a sus hermanos dentro del Monasterio de la Transfiguración, del cual era abad, al pie del Monte Sagrado. Dios guarde su ser bajo su vientre de luz.
Rápidos transcurrieron mis días en la Universidad, entre palimpsestos y pergaminos de obras increíblemente diversas. Se entremezclaron la filosofía, la historia política y la mitología. Mi formación fue realmente completa, a decir verdad. Pero como la naturaleza humana busca la eterna confrontación, muy pronto me vi inmerso en intensos debates filosóficos con mis amigos. Mi castigo por lo ocurrido con Anfiloquio no procuró en mi la más leve prudencia.
En el camino, los escritos de Plinio el viejo, Suetonio, y hasta incluso del misterioso hindú Rabrindranath Daswani fueron mi pábulo mental durante varios años. Si hay algo que tristemente percibí, es la oscura idea del tiempo circular. Milenios de vida se perdieron en mis pupilas, y lo que pronto comprendí, es que la humanidad poco ha cambiado. ¡Con cuánta desilusión llegué a esa conclusión! ¡hasta casi maldije a mi padre por hacerme enfrentar tamaña verdad!
Seis años tardé en finalizar mis estudios. Sentí orgullo por mi sueño, por mis amigos, por mis maestros y por mi padre. En definitiva, sentía cierta paz por mi sendero transitado, pues creía en la idea del esfuerzo remunerado. Paralelamente a las prometedoras realidades, surgieron pensamientos sutiles en mí. Pensamientos que se confundían con desánimos encubiertos. Esas ideas hundían sus raíces en el árbol de la preocupación. No solo sentía en los extremos de mi espíritu un temblor relacionado al futuro, sino que éste venía acompañado de nostalgias y congojas.
De cualquier modo, emprendí el regreso a casa. Llevaba ya seis largos años sin ver a mis padres, y extrañaba Alejandría. Siriano se encontraba próximo de terminar sus estudios, y Olimpiodoro aún requería de dos años más, cuanto menos. Hablé con ellos, prometiéndoles que volvería para verlos egresar, y lo entendieron perfectamente. Le comenté a Siriano que, de no llegar a tiempo por él, le invitaría unos tragos en la taberna de Aurelio frente a la Universidad.
Partí hacia mi hogar junto a una caravana. Fue un recorrido realmente duro que tomó un mes en completarse. Al principio, pensé que sería realmente difícil formar parte del grupo de mercaderes que viajaba hacia el sur. A raíz de las incursiones del búlgaro Krum unos años atrás, el emperador León V había decretado la absoluta separación entre mercaderes y peregrinos en viajes de larga distancia, con temor de que haya espías disfrazados de estos últimos, socavando información en nuestro suelo. Se rumoreaba que el saqueo de Arcadiópolis irritó enormemente a nuestro monarca, obligándolo a tomar duras decisiones inmediatamente después de aquel asedio; siendo una de esas decisiones la separación de grupos en caravanas de largo recorrido. Contra toda presunción, Krum sucumbió de manera misteriosa una vez retirado de Tracia. Su hijo, Omurtag, selló la paz junto a León V con un tratado, y contiguo a ello cesaron las batallas. Aún así, nuestro emperador se mantuvo suspicaz y centró su atención en posibles ataques por parte de los búlgaros.
Mi viaje comprendió dos recorridos: de Constantinopla hacia Damasco, donde fui acompañado junto a la caravana de mercaderes; y de Damasco hacia Alejandría, donde tuve que continuar mi camino en soledad. Fueron días difíciles...
No siempre he sentido así; debo confesar que mi lealtad al emperador ha cambiado mi vida. Quizá él, ya en su divinidad, nunca lo sepa. No es mi prioridad abordar en estas líneas todo lo concerniente a los dominios políticos, puesto que ya no experimento por ellos el más leve interés. Sí convendré en ellos cuando sea indispensable.
La historia me acobijará bajo el nombre de Filóstrato de Alejandría. Mi padre, Andrónico, ostentaba el título de sakellarios en mi suelo natal, Alejandría, durante los años de dinastía frigia en Bizancio. Su buen cargo burocrático propició en mí una honorable infancia, y una excelsa educación. Él, hombre de boca ancha, apreciaba más que nadie el intercambio de ideas y debates sobre los temas más variados. Descreo absolutamente en mi capacidad por encontrar de entre los profanos, un hombre tan versado en cultura general.
Bajo las circunstancias actuales, no estoy en condiciones de asimilar un mundo donde sea indecoroso el analfabetismo. Es apreciable la abismal distinción que el saber genera en los hombres, al ser inspeccionados individualmente. Mi padre, docto en ciencias varias, no era uno más. Como tal, apostó no a mi futuro, sino a mi eterno presente. La curiosidad, decía él, es el fuego que engendra el mundo para vislumbrar su propia belleza.
Andrónico, al igual que sus pares, se encontraba obsesionado por los sabios griegos. De hecho, mi nombre se debe a Filóstrato el ateniense, quien sus obras sobre Apolonio de Tiana y los sofistas influyeron enormemente en él. Extraños lazos procrea el destino, pues debo confesar que con él, con Filóstrato, no nos une solo el nombre…
Mi padre, desde el primer instante, intentó plasmar sus ambiciones en mí. Quiso que yo sea lo que él alguna vez pudo ser. No renegaba de su posición, pero si de su ocupación. Es por ello que él me incentivaba a seguir el camino de los antiguos. Uno de esos caminos, era la Historia.
Oí hablar de Heródoto en mi juventud, un ser extrañamente olvidado estos días. A él debo mis conocimientos sobre culturas primigenias, como los persas. Mi padre, en su afán por bañarme en las extensiones de mi imaginación, solía relatarme profundos detalles pertenecientes a la última batalla de la primera guerra médica: la famosa batalla de Maratón. Extraño caso el de él, dado su inherente desprecio por las fuerzas armadas. Asumo yo que vislumbraba historias imposibles al leer los recuentos de remotas guerras del pasado; leyendas sin esencia real, quizá, que ocupaban un lugar privilegiado dado su valor dual: el entretenimiento y la cultura. Alguna vez, recuerdo, me habló de su admiración por el ingenio humano en situaciones de muerte inminente. Confieso que las contradicciones que brotan del odio y la pasión a todos nos abrazan. Él no estaba exento de aquello.
También escuché hablar de Plutarco. Sus oscuros relatos sobre Unneferth y Aset dieron de beber a mi sediento espíritu. A la vista de los hechos, no pude escapar. Procuré seguir aquel sendero.
Con ayuda de mi padre, me trasladé al corazón del imperio poco antes de cumplir los veinte años. En breve ingresé a la Universidad de Constantinopla, para estudiar allí historia. Fueron años emocionantes.
Varias amistades nacieron producto de mi sabia decisión; Siriano y Olimpiodoro, ambos hermanos provenientes de Tebas, son el mejor ejemplo. Digno es de aclaración que éste último nada tiene que ver con el viejo Olimpiodoro nacido en suelo egipcio algunos siglos atrás. Sospecho (pues sus labios nunca lo confirmaron) que se trataba de un caso análogo al mío con Filóstrato. Nuestros padres nos llamaron igual que a sus héroes, con la distinción de que yo no soy ateniense, y Olimpiodoro sí nació en el suelo de Tebas.
Allí, además, encontré hombres de profunda religiosidad, casi equiparable a la de seres como San Agustín o Juan Crisóstomo: teólogos anónimos que la historia jamás recordará, debido a su extrema humildad y piedad. También me vi forzado a ver la arrogancia de algunos estudiantes. Hijos de exarcas, turmarcas y logotetas generales que despreciaban abiertamente todo conocimiento entregado hacia ellos. ¡Cuánto desperdicio en mentes tan capaces!
Puedo cristalizar en mis ojos las horas en que casi termino a los golpes con un idiota (o al menos lo era para mí en aquel entonces) al que la historia referirá como Anfiloquio de Sinaí. Anfiloquio injurió a Alejandro Magno al declarar su absoluta incompetencia en realidades del Espíritu. Debo tristemente admitir que por aquellos días yo era un entusiasta de las artes bélicas. Heredé de mi padre sus extrañas contradicciones, con el agravante de que yo sí creía en el honor y el propósito en la batalla, y no la veía como un mero entretenimiento. Al oír las reprimendas de Anfiloquio, creí vulnerada la sangre defensora de nuestra cultura primordial, y arremetí contra él. Fui separado y duramente sancionado por un maestro que allí nos presenciaba.
Ya que nosotros vivíamos allí, se me prohibió durante una semana el ingreso al recinto que compartía con Siriano y Olimpiodoro por las noches (donde estudiábamos, comíamos y dormíamos). Además, no recibí mi ración nocturna de alimentos -la cual consistía en humildes legumbres, pan y un poco de vino-, con lo que me vi obligado a descansar en los jardines de la Universidad. Éstos eran realmente bellos, y mi estadía en ellos logró atenuar el hambre que yo sentí esa noche. Tuve suerte esa semana, ya que el clima primaveral poco repercutió en mi condición. Hoy no guardo rencor alguno a Anfiloquio: tenía razón. La guerra y todo lo que ésta conlleva solo embriaga a la sombra de los hombres.
Anfiloquio abandonó la Universidad al poco tiempo de aquel altercado. Me relataron que su estadía fue realmente corta. Lo último que oí hablar de él es que se volvió un hombre profundamente sabio y pereció frente a sus hermanos dentro del Monasterio de la Transfiguración, del cual era abad, al pie del Monte Sagrado. Dios guarde su ser bajo su vientre de luz.
Rápidos transcurrieron mis días en la Universidad, entre palimpsestos y pergaminos de obras increíblemente diversas. Se entremezclaron la filosofía, la historia política y la mitología. Mi formación fue realmente completa, a decir verdad. Pero como la naturaleza humana busca la eterna confrontación, muy pronto me vi inmerso en intensos debates filosóficos con mis amigos. Mi castigo por lo ocurrido con Anfiloquio no procuró en mi la más leve prudencia.
En el camino, los escritos de Plinio el viejo, Suetonio, y hasta incluso del misterioso hindú Rabrindranath Daswani fueron mi pábulo mental durante varios años. Si hay algo que tristemente percibí, es la oscura idea del tiempo circular. Milenios de vida se perdieron en mis pupilas, y lo que pronto comprendí, es que la humanidad poco ha cambiado. ¡Con cuánta desilusión llegué a esa conclusión! ¡hasta casi maldije a mi padre por hacerme enfrentar tamaña verdad!
Seis años tardé en finalizar mis estudios. Sentí orgullo por mi sueño, por mis amigos, por mis maestros y por mi padre. En definitiva, sentía cierta paz por mi sendero transitado, pues creía en la idea del esfuerzo remunerado. Paralelamente a las prometedoras realidades, surgieron pensamientos sutiles en mí. Pensamientos que se confundían con desánimos encubiertos. Esas ideas hundían sus raíces en el árbol de la preocupación. No solo sentía en los extremos de mi espíritu un temblor relacionado al futuro, sino que éste venía acompañado de nostalgias y congojas.
De cualquier modo, emprendí el regreso a casa. Llevaba ya seis largos años sin ver a mis padres, y extrañaba Alejandría. Siriano se encontraba próximo de terminar sus estudios, y Olimpiodoro aún requería de dos años más, cuanto menos. Hablé con ellos, prometiéndoles que volvería para verlos egresar, y lo entendieron perfectamente. Le comenté a Siriano que, de no llegar a tiempo por él, le invitaría unos tragos en la taberna de Aurelio frente a la Universidad.
Partí hacia mi hogar junto a una caravana. Fue un recorrido realmente duro que tomó un mes en completarse. Al principio, pensé que sería realmente difícil formar parte del grupo de mercaderes que viajaba hacia el sur. A raíz de las incursiones del búlgaro Krum unos años atrás, el emperador León V había decretado la absoluta separación entre mercaderes y peregrinos en viajes de larga distancia, con temor de que haya espías disfrazados de estos últimos, socavando información en nuestro suelo. Se rumoreaba que el saqueo de Arcadiópolis irritó enormemente a nuestro monarca, obligándolo a tomar duras decisiones inmediatamente después de aquel asedio; siendo una de esas decisiones la separación de grupos en caravanas de largo recorrido. Contra toda presunción, Krum sucumbió de manera misteriosa una vez retirado de Tracia. Su hijo, Omurtag, selló la paz junto a León V con un tratado, y contiguo a ello cesaron las batallas. Aún así, nuestro emperador se mantuvo suspicaz y centró su atención en posibles ataques por parte de los búlgaros.
Mi viaje comprendió dos recorridos: de Constantinopla hacia Damasco, donde fui acompañado junto a la caravana de mercaderes; y de Damasco hacia Alejandría, donde tuve que continuar mi camino en soledad. Fueron días difíciles...
FIN - PRIMERA PARTE
M.T.
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